Para las fiestas hay una tradición sagrada que se roba las miradas en las casas de todas las familias: el árbol de Navidad.
Ya sea natural o artificial, ocupa un espacio indispensable en los hogares y siempre es decorado con luces, esferas, cintas brillantes y la indispensable estrella.
De todos los colores y tamaños, el árbol nunca pierde su protagonismo y se reinventa todos los años.
Su origen incierto
Según National Geographic, su procedencia no es clara y existen versiones por distintas culturas alrededor del mundo.
La más conocida es la de los cultos romanos paganos en el siglo VII antes de Cristo. En ellas, los árboles de hoja perenne eran una decoración estacional esencial como parte de sus celebraciones del solsticio de invierno. Estas plantas decoradas significaban la "victoria de la vida y la luz sobre la muerte y la oscuridad".
Luego el cristianismo adoptó esta tradición debido a la imposibilidad de erradicarlas. Un misionero llamado Bonifacio taló un árbol ante la mirada de los lugareños y, tras leer el Evangelio, les ofreció un abeto, un árbol de paz que "representa la vida eterna porque sus hojas siempre están verdes" y porque su copa "señala el cielo".
A partir de ese momento, se empezaron a talar abetos para las fiestas y se colgaban de los techos. Martin Lutero colocó velas sobre las ramas porque "centelleaban como las estrellas en la noche invernal".
Esta costumbre cruzó las fronteras y actualmente dos ciudades bálticas se disputan el mérito de haber utilizado un árbol de Navidad en una plaza pública: Tallin, capital de Estonia en 1441 y Riga de Letonia en 1510. Los historiadores han puesto en duda ambas versiones.
Por otro lado, el formato artificial que es actualmente utilizado se debe al impacto perjudicial en los bosques, especialmente en Alemania a finales del siglo XIX. Asimismo, nació para que fuera utilizado en sectores donde era imposible conseguir su versión natural.
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