Freddie Mercury, figura indiscutible del rock, murió un día 24 de noviembre de 1991. Ese día, a las 18:48 horas, se confirmó la muerte del vocalista de Queen por bronconeumonía como complicación del VIH/sida. Poniendo fin a una de las voces más potentes y singulares del siglo XX.
En las 48 horas previas a su deceso Mercury había decidido poner fin al secretismo que rodeó su salud. El 23 de noviembre emitió un comunicado en el que confirmaba tener sida, 24 horas después su cuerpo no resistió.
Falleció en Garden Lodge, su residencia en Kensington, rodeado por su círculo íntimo. Esa declaración pública, breve y calculada, buscó silenciar la especulación mediática y dar una última palabra sobre su estado.
Las últimas dos semanas de su vida, según testimonios y reportes, estuvieron marcadas por la retirada progresiva del cantante de la medicación y por la compañía constante de su asistente, su pareja y su cocinero.
Mercury prefirió pasar sus últimos días en privacidad, completando trabajos pendientes y cuidando la imagen que dejaría al mundo. Su legado musical y un mensaje, aunque no explícito, sobre la urgencia de visibilizar la crisis del VIH.
La muerte de Freddie transformó el relato público sobre el VIH/sida:
Más allá de la conmoción por la pérdida, su fallecimiento aceleró la conversación social y mediática sobre la enfermedad, contribuyendo a la visibilidad de una epidemia todavía estigmatizada en los primeros años de los noventa.
Figuras como Mercury, aun renuentes a la exposición, terminaron siendo inevitables motores de conciencia pública.
La huella de Freddie Mercury perdura:
Sus canciones siguen dominando playlists, los documentales reavivan debates sobre privacidad y salud pública, y cada 24 de noviembre la prensa recuerda que aquel genio vocal se fue demasiado pronto, a los 45 años, víctima de una pandemia que marcó una generación.
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