Sam Rivers, bajista y cofundador de Limp Bizkit, murió hoy, 18 de octubre de 2025, después de una larga batalla contra el cáncer. Tenía 48 años. La banda confirmó la noticia en redes sociales con la sobriedad que el golpe exigía, mientras la familia evitó los detalles médicos. Como si, al final, lo importante no fuera el tipo de enfermedad, sino la fuerza con que la enfrentó.
En el universo del nu-metal, ese territorio donde el ruido se volvió estilo y la furia se transformó en ritmo, Rivers fue una pieza esencial. Su bajo, grave, preciso, con un pulso casi hipnótico, fue el puente entre el rap y el metal, entre la agresión y la danza. “Nookie”, “Break Stuff”, “My Generation”. Canciones donde la rabia adolescente encontraba una métrica, una base sobre la cual el caos se volvía coreografía.
Sam Rivers: el bajo que rugía debajo del caos
La banda lo definió como “pura magia. El pulso debajo de cada canción, la calma en el caos, el alma en el sonido”. No era solo una frase bonita: Rivers tenía algo de eso que pocas veces se puede enseñar, ese misterio que convierte la técnica en emoción.
Su historia, sin embargo, no fue solo de giras y multitudes. En 2015, un problema hepático casi lo saca del escenario para siempre. Habló de trasplantes, de recuperación, de miedo. Y volvió. Volvió con un bajo de cinco cuerdas, con la piel marcada por cicatrices y con una camiseta que en 2024 decía, sin eufemismos, “Fuck Cancer”. Fue su manifiesto: la rebeldía de quien entiende que la vida es un bis frágil, una segunda oportunidad tocada a contratiempo.
La noticia de su muerte llega cuando Limp Bizkit aún tenía en agenda el Loserville Tour, con fecha en Chile el 13 de diciembre. Ahora el calendario queda suspendido en el aire, como una nota que no termina de apagarse. Los promotores, los fans, los compañeros de ruta esperan comunicados. Pero hay silencios que dicen más que cualquier posteo.
Y, sin embargo, su muerte no es solo una pérdida personal, es un recordatorio. Rivers era uno de los pocos bajistas del nu-metal que lograron convertir el instrumento en protagonista, no en fondo. Su sonido fue músculo y melodía, agresión y armonía. La contradicción perfecta para un género nacido del malestar.
Quizás, al recordarlo, lo más honesto sea reconocer esa paradoja. El hombre que dio ritmo a la furia terminó convertido en símbolo de resistencia. Como si cada golpe al bajo fuera también una manera de seguir respirando.
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